“«Seamos todos okupas. Démonos prisa. Hay infinitas casas por okupar. Hay infinitos mundos por abrir». Así terminaba una octavilla que salió poco después del desalojo del Cine Princesa, un texto anónimo como muchos de los que se hacían en ese momento, escrito por el entorno que esa tarde me había incluido en su «cita» después de la manifestación. Con esas palabras la okupación dejó de ser, por lo menos durante un tiempo, una tribu urbana o un movimiento. Se convirtió en un gesto radical compartido por mucha gente y por muchos mundos. La okupación, se viviera directamente o no, pasó a ser el gesto de abrir espacios de vida en una ciudad que se estaba volviendo invivible. Escaparate, supermercado, cárcel… aún no podíamos imaginar lo que estaba por llegar, en qué se convertiría la ciudad bajo la presión del turismo, con el control de la normativa cívica, tras la represión de la Ley Mordaza y en medio de la destrucción de la crisis. Pero ya entonces era una ciudad donde costaba cada vez más respirar. Abrir espacios de vida fue la consigna y la pragmática de las okupaciones, de sus espacios, de los barrios que transformaba y de las acciones y manifestaciones que provocaba.
En el grupo de afinidad que empecé a frecuentar cada semana, hablábamos de «poner el cuerpo». No era terminología técnica, como sucede ahora cuando las ciencias sociales han incorporado lo que llaman el «giro corporal» y que ha sido el paradigma que ha venido a suceder al «giro lingüístico». Era una expresión intuitiva que señalaba una posición donde, precisamente, filosofía y práctica no se podían separar. «Poner el cuerpo» significaba que solo se puede pensar actuando y que solo se puede actuar pensando. Es decir, que pensamiento y acción se transforman y se empujan uno a otro y que no nos valía, por tanto, la separación entre intelectuales y militantes, entre grupos de acción y grupos de reflexión, entre academia y movimientos sociales. Poner el cuerpo significaba, también, exponerse. Arriesgar no solo bordeando o traspasando los límites de la legalidad, sino también de la propia vulnerabilidad. En un mundo de espectadores, clientes y consumidores, la vida solo podía volver a ser nuestra poniendo el cuerpo en común, haciendo cosas juntos, compartiendo el espacio y el tiempo. Okupar, en este sentido, se nos ofrecía como un gesto que se alzaba contra la privatización de la existencia, de la existencia de cada uno de nosotros, atacando el corazón de la propiedad privada. Es decir: de la especulación con los espacios vacíos de la ciudad y de su planificación capitalista”.
(Fragmento: Marina Garcés (2018), Ciudad Princesa, I Poner el cuerpo: Un nosotros sin nombre.)