Memorias de un solterón
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Memorias de un solterón (fragmento)
No cabe duda que la tal Feíta sabe ya muchísimas cosas; pero su instrucción ha sido, como suele la de las personas de su sexo, confusa, precipitada, incoherente, y con lagunas y deficiencias donde debían existir ciertas nociones sin duda elementales, pero que son a guisa de eslabones que enlazan entre sí la vasta serie de los conocimientos humanos. Feíta, en momentos de lucidez, lo reconoce, por más que en otros, con infantil pedantería, me llama ignorantón, a lo mejor porque no sé en qué consiste la función de una glándula o dónde radica un haz de nervios; pues en lo que está más fuerte este demontre de inaguantable chiquilla es en ciencias enlazadas estrechamente con la medicina, gracias a los préstamos del bueno de Moragas, que es capaz, a fuer de ideólogo, de fumar sobre un polvorín descubierto.
—Me hago cargo —suele exclamar Feíta— de lo mucho que ignoro. No crea V. que necesito que me lo cuente nadie. ¡Soy yo más lista! Y tenga por seguro que si no reviento he de aprenderlo todito. ¿No ve V. que a mí, como enseñar, no me han enseñado ni esto? Coser, bordar, rezar y barrer, dice mi padre que le basta a una señorita. Un día recuerdo que hasta me puse de rodillas para que me enviasen al Instituto, como a Froilán, y papá salió con que me hartaría de azotes si volvía a hablar de semejante cosa. No me asustan los azotes, ni mi padre es capaz de azotarnos con un hilo de seda; pero ni tenía dinero para las matrículas, ni los catedráticos me recibirían contra gusto de papá. Y cuando una es chiquilla, chiquilla... no hay coraje para nada. Hoy me arremango y voy si quiero; pero hoy ya estudio yo sola, lo mismo que en el Instituto. ¡O más si se me antoja, hombre!