Defendí en las Cortes Constituyentes los derechos femeninos. Deber indeclinable de mujer que no puede traicionar a su sexo, si, como yo, se juzga capaz de actuación, a virtud de un sentimiento sencillo y de una idea clara que rechazan por igual: la hipótesis de constituir un ente excepcional, fenomenal; merecedor, por excepción entre las otras, de inmiscuirse en funciones privativas del varón, y el salvoconducto de la hetaira griega, a quien se perdonara cultura e intervención a cambio de mezclar el comercio del sexo con el del espíritu.
Defendí esos derechos contra la oposición de los partidos republicanos más numerosos del Parlamento, contra mis afines. Triunfó la concesión del voto femenino por los votos del Partido Socialista (con destacadas deserciones), de pequeños núcleos republicanos: Catalanes, Progresistas, Galleguistas y Al Servicio de la República, y, en la primera votación de las que recayeron, por las derechas. En la última y definitiva, por la retirada de las derechas sin sus votos.
Los Partidos republicanos Radical, Acción Republicana y Radicales Socialistas combatieron denodadamente la concesión inmediata, y en la Cámara imperó durante la polémica una excesiva nerviosidad masculina [...]
No será necesario insistir en lo que ocurrió cuando las elecciones de noviembre del 1933, dando el triunfo a las derechas, confirmaron aparentemente aquellos vaticinios. Y me sería difícil enumerar la cantidad, e imposible detenerme en la calidad, de los ataques, a veces indelicados, de que de palabra, por escrito y hasta por teléfono fuí objeto reiterado; y no solo yo, sino hasta mi familia.
Si no desalentada, sí entristecida, vi desatada contra mí una animosidad desenfrenada y malévola. Contra ella di pruebas de cumplida paciencia, esperanzada en que la necedad humana no puede durar siempre.
Campoamor, Clara (1981). El voto femenino y yo. Barcelona: La Sal edicions de les dones. pp. 7-9.